Monday, June 18, 2012

El humor no es cosa de risa por Enrique Héctor González


“Nada es serio de un modo tan triste
como el intento de explicar el humor
 by Rudolf Walter Leonhard

La tradición del humorismo literario está conformada por un conjunto tan generoso de autores, obras, enfoques, perfiles, tipos y actitudes que daría para un tratado tan estricto como el que, a propósito del amor en Occidente, escribió hace más de setenta años Denis de Rougemont. Es un hecho incontestable, sin embargo, que no ha dejado de considerarse a la literatura humorística como una subespecie cuyo “arte de ingenio” apenas merece la atención que la crítica no le ha escatimado a las visiones serias de la vida y del mundo publicadas en forma de poesía, novelas o ensayos. Un repaso a vuelapluma de los autores que, devota o parcialmente, pueden calificar como feligreses de esta religión pagana, revela que no son pocos ni de escasa monta los humoristas literarios: Cervantes, Shakespeare, Sterne, Rabelais, Wilde, Aristófanes, Quevedo, Petronio, Apuleyo, Ambrose Bierce, Saki, el Arcipreste de Hita, Fielding, Ionesco, Larra, Gómez de la Serna, Joyce, Molière, Twain, Kafka, Cabrera Infante, Nicanor Parra, Gerardo Deniz, Gutiérrez Vega, Del Paso, Monterroso, Ibargüengoitia, Shaw, Macedonio Fernández, Girondo, Bryce Echenique, Cioran, Borges, Monsiváis, Cortázar, Arno Schmidt, Topor, Swift, Carroll, Torri, Arreola, Evelyn Waugh, Kingsley Amis, Charles Lamb, Villarroel, Pitigrilli, Queneau, Novo, Voltaire, Machado de Assis, Edward Lear, Diderot, Boccaccio, Gracián, Fredric Brown... mencionados así, sin ningún orden determinado, sin el menor propósito de clasificación, evidencian la intensidad de la cosmovisión lúdica del mundo, la fiesta del lenguaje que como “pavor de la conversación” (Borges dixit) o como “cortesía de la desesperación”, a decir de Georges Duhamel, se manifiesta a través del humor y sus múltiples matices.

Luego del esfuerzo necesariamente inútil de Sigmund Freud (El chiste y su relación con el inconsciente) y de Henri Bergson (La risa) por apresar la naturaleza del humor, ya bien entrado el siglo XX surgió una teoría que, si bien describe el fenómeno desde la perspectiva de un autor particular –Rabelais– y de un contexto focalizado –el de la cultura popular–, ha resultado fundamental en los estudios posteriores del humor por dos razones insoslayables: sus explicaciones parten de la literatura, lo que equivale a decir que consideran el fenómeno, fundamentalmente, como un acto del lenguaje; y por el hecho de que la propuesta enfatiza la naturaleza ambivalente del humor, cuyo poder relativizador no sólo pone en entredicho la visión seria del mundo de la cultura oficial, sino también interroga su propio asombro a la luz contraria de una suplantación: el orden puede ser invertido, lo bajo transformarse en lo alto, lo “chistoso” –a lo mejor– manifestarse como lo más alejado del verdadero humorismo. En efecto, La cultura popular en la Edad Media y Renacimiento, la obra aludida de Mijail Bajtin, analiza el mundo de lo grotesco y lo desmesurado para demostrar cómo encarna en él una actitud sine qua non de la novela en cinco libros de Rabelais (Gargantúa y Pantagruel) y de la cosmovisión humorística: la de violentar un orden determinado, menos para hacer reír que para asomarse al revés de la trama, a los poderes de sugerencia y subversión del texto.

El aval del carnaval

Si la risa es solo una equívoca aféresis de la sonrisa, el mundo de lo cómico que la primera pone de manifiesto es una dimensión muy diversa de lo que la segunda evidencia: el humor en el sentido más general pero más pleno de la palabra. Cierto: el humorismo convocará siempre a la sonrisa, pero no todas las veces a la risa, ese escándalo cacofónico. Su atmósfera de relativización, ajena a todo juicio moral –por lo menos, en una primera instancia–, mal concierta con la burla, con la risa-estornudo que se desprende de la comicidad.

Celestino Fernández de la Vega, en un estudio dedicado al humorismo y sus formas, señala que es la sonrisa el “correlato expresivo” del humor. Más aún, separa completamente a la risa de sus dominios recurriendo a la etimología de la palabra. “Sonreír es ‘subridere’ y el prefijo indica contención de la risa; contener la risa, evitarla, es, como hemos visto, una tarea esencial del humor.” El “como hemos visto” se refiere a que, de acuerdo con este autor, el humor alienta una distensión equidistante de la risa y las lágrimas, de la comedia y la tragedia, y en todo caso supone un cierto ahorro de sentimiento, que es como definió al humorismo Sigmund Freud.

Sin duda Bajtin ensaya su explicación de la risa grotesca con una lucidez muy seductora. No obstante, y dado que su propósito es otro –entender cabalmente el mundo alucinante de Gargantúa y Pantagruel y su metaforización hiperbólica–, no establece una distinción muy clara entre las esferas, por así llamarlas, de la risa y el del humor. En su origen, anota el teórico ruso, la visión humorística de la realidad parece remontarse a la vida misma de las comunidades primitivas, en las que las ceremonias de carácter solemne y oficial, de existir como tales, debieron convivir de un modo natural con actitudes más relajadas frente a episodios trágicos o fenómenos colectivos de cualquier otra índole. Así lo explica Bajtin: “Dentro de un régimen social que no conocía aún ni las clases ni el Estado, los aspectos serios y cómicos de la divinidad, del mundo y del hombre eran, según todos los indicios, igualmente sagrados.”

Es lógico, en este sentido, que la relativización o paganización de actos que hoy en día pertenecen a la esfera de la solemnidad, no se viviera como una instancia provocadora sino sencillamente como un diverso modo de asumir el acontecimiento. Desde este punto de vista, parecería una suerte de paraíso permisivo ese mundo en el que se podía “celebrar y escarnecer al mismo tiempo al vencedor durante la ceremonia del triunfo, del mismo modo que, durante los funerales, se lloraba (o celebraba) y se ridiculizaba al difunto”.

El secuestro de estas ceremonias por la intolerancia social y sus reglas inapelables debió ocurrir, de acuerdo con esta teoría, en el momento en que la Iglesia y el Estado se volvieron las instituciones moderadoras de la vida pública y de la vida productiva. De ahí que el mundo de lo cómico se decantara y redujera a los momentos de fiesta y regocijo de la colectividad que se conocieron con el nombre de carnavales. La obra de Bajtin se sustenta en este esclarecimiento y, a partir de aquí, examina la ya señalada cosmovisión grotesca. Para el caso de lo que ahora interesa, lo importante reside en este fenómeno de relativización y su inmediata consecuencia: la ambivalencia del mundo, porque en ella se cifra la esencia del acto humorístico.

Feligresía y felicidad

Numerosos son los acercamientos que la naturaleza humorística del texto literario ha generado entre sus propios cultivadores. Uno de los más genuinos y heterodoxos (lo primero en virtud de que se trata de un inveterado humorista de nuestra lengua; lo segundo porque sus ideas al respecto deben más a la intuición y al delirio estilístico que al estudio y a la reflexión) exégetas del asunto, Ramón Gómez de la Serna, encuentra al humorismo como una forma superior de la comicidad, un “más alto sentimiento”, dirá en Ismos. El humorista, asienta Ramón, bien puede ser “un hombre que rara vez ríe”, como decía Samuel Johnson de Jonathan Swift, para quien la simple diversión de la comicidad automática es la felicidad de los que no pueden pensar. En cierta forma, este punto de vista implica que el humorismo es un acto de la inteligencia controlado perfectamente por la mente racional bajo la forma de la sonrisa educada, discreta (y aquí basta recordar lo que la palabra subrayada significó hace cuatro siglos: inteligente), antes que entregado a la risotada escandalosa, pues después de todo la risa, dice Gómez de la Serna, “es un acto tan esporádico como estornudar”.

 El humorismo “no es una cosa concreta, sino expansiva y diversificada”, apunta Ramón en las primeras líneas de su ensayo monotemático incluido en Ismos, donde repasa y repara en que el humor es, precisamente, el caldo de cultivo de todas esas tendencias artísticas renovadoras de principios del siglo XX conocidas como los movimientos de vanguardia. La mirada oblicua del sesgo humorístico elude todo enfrentamiento directo y aparatoso con la realidad, prefiriendo perfilar su enfoque desde un punto de fuga que es menos evasivo de lo que se piensa: su distanciamiento físico es una búsqueda de pureza visual: mera destreza óptica.

“El humor parece que va a excitar a la risa y después aduerme en lo sentimental”, anota más tarde a propósito de la ya señalada vecindad distante que lo separa de lo cómico. En un típico desplante de su imprevisible desenfado, asoma por una ventana y aparece por otra. Equívoco, incómodo, confuso, ambiguo, ubicuo, ambivalente, el sentido del humor parece, más bien, una cábala secreta: una feligresía de la felicidad. Sin ningún temor al acceso lírico, y aun metafísico, Ramón abunda: “El humor entra en las cosas por el lado por el que no existen, y que es el que las revela más.” A la manera de una poderosa sustancia fotográfica, es un creador de realidades desde lo oscuro, de ahí que el título del estudio ya citado de Celestino Fernández de la Vega, El secreto del humor, esté menos cerca del lema publicitario que del lenguaje de la secta iniciática, pues hablar de revelación induce a pensar en una mística, antes que en una teoría literaria, o en todo caso en una metafísica del humorismo, término que no habría disgustado al maestro de las greguerías.

Entregado a la intrincada especulación, Ramón escribirá líneas adelante: “Complicando más el asunto, se ha dicho que entre la concepción estética y la ética el término es la ironía, y entre la ética y la religiosa, es el humorismo.” A medio camino entre la moral y la voz del otro, el humor es una fe que resulta mucho más natural, por así decirlo, que la artificiosa ironía y su vocación axiológica, o el sarcasmo y su didactismo prejuicioso.

Relacionado preferentemente con la espontaneidad, el fenómeno humorístico no genera practicantes sino descubridores de su movimiento perpetuo. Si hay alguna deliberación en la actitud humorística, esta habrá de presentarse de una manera tan sutil y disimulada que apenas pueda advertirse el propósito de hacer sonreír. A este respecto, es de notarse cómo dos de los escritores más amenos de nuestra literatura durante la segunda mitad del siglo pasado, Augusto Monterroso y Jorge Ibargüengoitia, se negaban sistemáticamente a ser considerados como “chistosos”: ni siquiera aceptaban el humorismo de sus textos como una de sus más altos méritos. En Automoribundia (curioso título para tan dilatada autobiografía), y en consonancia con esta actitud reticente, el ya citado Gómez de la Serna escribió: “Ningún humorista ha practicado el humorismo: se ha practicado a sí mismo y así ha resultado el humorismo verdadero.” La gracia estilística no procede, pues, de un programa, un formulario o una nemotecnia –como la del que cuenta chistes en las reuniones.

La dificultad de definir este prodigio de la inteligencia, en suma, reside en que muchas definiciones del humorismo, de la risa o lo gracioso pecan del prejuicio notable que les impone una determinada ideología o una preferencia personal. Sin embargo, examinar este fenómeno no exclusivamente literario y artístico sino vital (en más de un sentido), puede ser, como lo precave Leonhard, una labor inútil si no sirve para ampliar nuestra perspectiva del mundo, para verlo como una diminuta, amena, excepcional esfera en el opaco e inescrutable universo de la nada.

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